Lunes.
Día despejado a trozos.
El despertador suena a las 7:30 am y yo cual resorte le doy a apagar.
Del mismo susto tengo la extraña sensación de no haberlo oído nunca y por un nanosegundo dudo entre levantarme y no.
Vuelvo a la realidad.
Miro la hora "7:30 am".
Retiro el edredón, giro sobre mi eje y me deslizo hasta el borde de la cama.
Sigo teniendo extrañas sensaciones, como de no saber donde estoy. Y hoy... ¿dónde voy?
Una especie de torbellino indeterminado pasa desde mi estómago a mi garganta y me recuerda la conversación de anoche, la impotencia de no poder hacer ver claro lo transparente.
Y me entristezco.
Algo tenía yo guardado para situaciones de emergencia, y entonces pienso en el tres de febrero (...y es que el amor es así, igual que llueve sale el sol).
Y me da coraje, y me subo por las paredes y me muerdo hasta las falanges por verte estática, sin buscar soluciones y dejándote arrastrar por la corriente que el viento dicte.
Y más me enfado cuando dices que lo ves todo pero que sigues sin entenderlo.
¡Es que no hay nada que entender!
Ayer, cuando volvía a casa (después de un fin de semana cuasi anglicano) paré el coche, saqué la cámara de fotos y lo capturé para siempre. Y de nuevo recordé el tres de febrero, y pensé que incluso antes de que escampe todo puede llenarse de color si somos capaces de parar y sacar la cámara para capturarlo para siempre.
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