Se apagó una vez y las rocas arañaron mi armazón.
Sin saber por dónde iba ni como llegar a tierra firme seguí vagando al compás de las olas que me llevaban con voluntad perdida y cadencia magna.
No miraba atrás. Tenía la vista fija, anclada a las profundidades, llena de sal, inmóvil, pétrea. Solo había azul oscuro, casi negro. El resto ni siquiera existía.
Pero con la amanecida no hizo falta más.
La espuma ablandó mis córneas, las pupilas se adaptaron a otros colores más vivos, más intensos y dejé las profundidades para flotar en la superficie, sobreviviendo a la catástrofe del peor de los naufragios.
Ahora soy yo quien cada mañana enciende la luz de mi vida con sonrisas de niños con gorrito, con árboles de hojas verde brillante, con brisas que enrojecen a los más tímidos y ancianos cogidos de la mano. Con risas y llantos compartidos y con momentos incesantes e inexplicables.
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